lunes, 4 de febrero de 2019

La Oración de los Predicadores (II) La contemplación: una visión de Cristo.

Continuación de la conferencia de Fr. Paul Murray, OP, durante el Capítulo General de la Orden de Predicadores de Providence, Rhode Island, en julio de 2001.


Si uno habla sobre el tema de la contemplación, el primer nombre que a muchos se les ocurre es el de San Juan de la Cruz, carmelita místico español. Pero no es de Juan el carmelita de quien quiero hablar aquí, sino que me gustaría hablar brevemente de un autor espiritual mucho menos conocido, un hombre cuyo nombre, por casualidad, es el mismo que el del famoso Juan de la Cruz. Pero este otro Juan, el Juan de la Cruz menos conocido, autor espiritual del siglo XVI, era en realidad dominico.

Cuando Juan de la Cruz, el dominico, publicó hacia mediados del siglos XVI su obra principal, El diálogo, la vida de oración o de contemplación era considerada en muchos lugares de Europa como una actividad muy difícil y altamente especializada. Existía el riesgo, por lo tanto, de que toda una generación de personas pudiera empezar a perder contacto con la enorme sencillez del Evangelio, e incluso dejar de encontrar estímulo en la enseñanza del propio Cristo sobre la oración. Lo que más me impresiona del dominico Juan de la Cruz es el modo en que criticó como exagerado el énfasis que en ese período se ponía en la necesidad de experiencias interiores especiales, y también la manera en que defendió la simple oración vocal, subrayando la importancia que para la transformación espiritual tienen los esfuerzos diarios del cristiano que trata de vivir una vida de virtud.

En su Diálogo, Juan de la Cruz estaba claramente decidido a desafiar a aquellos contemporáneos que en sus escritos tendían a exaltar la oración como algo fuera del alcance humano, y que hablaban de la contemplación de un modo elitista y exclusivo. Consiguientemente, con la sal del Evangelio en sus palabras --y con un humor ciertamente agudo-- el dominico afirmó: "Si de hecho sólo los contemplativos en el sentido estricto de la palabra pueden alcanzar el Cielo, entonces, en lo que a mí toca, tendría que decir lo mismo que el emperador Constantino contestó al obispo Acesius, quien se había mostrado sumamente inflexible en el Concilio de Nicea: "¡Toma tu escalera y sube al cielo por tus propios medios si eres capaz, porque el resto de nosotros no somos sino pecadores!".

Esta contestación aguda y vibrante me recuerda un comentario no menos ameno y entretenido, hecho por un anciano dominico de esta provincia de San José. Tengo entendido que era afectuosamente conocido como padre "Buzz" (Bebida). Había venido de Memphis (Tennessee). En cierta ocasión, no sintiéndose bien de salud, fue a visitar a su médico, el cual le dijo: "Padre, siento decirle que lo mejor que puede usted hacer es dejar de beber alcohol totalmente". A lo que el dominico contestó: "Doctor, yo no soy digno de lo mejor. ¿Qué hay por debajo de lo mejor?".

¡Una más, por favor! Hoy le toca conducir a Francisco.

En la invectiva o humor agudo del dominico Juan de la Cruz subyace una importante declaración, que es la siguiente: la oración o la contemplación no es algo que pueda conseguirse con el simple esfuerzo humano, aunque sea bien intencionado o extenuante. La oración es una gracia. Es un regalo que nos eleva más allá de lo que pudiéramos haber logrado en la vida a través de la práctica ascética o de técnicas meditativas. Por tanto, la comunión con Dios, la amistad real con Dios en la oración, aún cuando sea imposible para los más fuertes, es algo que el propio Dios puede conseguir para nosotros en un instante, si Él lo desea. ¡"A veces", se atreve a afirmar una homilía dominicana del siglo XIII, "un hombre está en estado de condenación antes de comenzar su oración y, antes de que la termine, se encuentra ya en un estado de salvación"!

William Peraldus, el predicador de esa homilía, al responder a la pregunta "¿por qué todos deben estar contentos por aprender a orar?", hace una declaración que apenas volveremos a escuchar en los tres siglos posteriores. Pues, en ese tiempo, como ya he indicado, se pensaba que la oración en su forma más auténtica era algo muy difícil de conseguir. El dominico Peraldus afirma sin ningún tipo de vacilación: "¡la oración es una tarea muy sencilla!".

Quizás esta declaración puede parecer ingenua. Pero creo que su autoridad procede del propio evangelio. Pues, ¿acaso no es cierto que en el evangelio somos alentados por Cristo a orar con sencillez de corazón y con sinceridad? Cuando, a lo largo de los años, los dominicos se han ido confrontando a sí mismos con métodos y técnicas detalladas de meditación, y con largas listas de instrucciones acerca qué hacer y qué no hacer durante la meditación, su reacción ha sido casi siempre la misma: sentir instintivamente que algo no funciona.

Por ejemplo, es típica la reacción de Bede Jarrett. En un lugar señala con verdadero pesar que, a veces, la oración puede verse "reducida a reglas duras y rígidas" y que puede estar tan "reglamentada y trazada" que "ya no se parece en nada al lenguaje del corazón". Cuando esto sucede, en las memorables palabras de Jarrett, "ha desaparecido toda la aventura, todos los toques personales y toda la contemplación. Estamos demasiado angustiados y atormentados para pensar en Dios. Las instrucciones son tan detalladas e insistentes que nos olvidamos de lo que estamos intentando aprender. La consecuencia es que nosotros nos aburrimos y que, sin duda, también Dios se aburre".

Santa Teresa de Ávila, escribiendo en cierta ocasión acerca la oración, hace una confesión realmente importante. Dice que "algunos libros sobre la oración" que estaba leyendo la animaron a dejar de lado como un estorbo positivo "el pensamiento de la humanidad de Cristo". ¡Teresa intentó seguir este camino durante algún tiempo, pero pronto se dio cuenta de que una vida de oración que excluía a Cristo era, por lo menos, tan equivocada como mística! Menciono aquí estos hechos porque resulta aleccionador señalar la reacción a esta clase de misticismo abstracto por parte de otro dominico del siglo XVI, el tomista práctico Francisco de Vitoria. Escribe Vitoria:

"Hay un nuevo tipo de contemplación practicada en estos días por los monjes, que consiste en meditar en Dios y en los ángeles. Pasan mucho tiempo en un estado de elevación sin pensar en nada. Esto es, sin duda, muy bueno, pero yo no encuentro eso en la Sagrada Escritura y, honestamente, no es lo que los santos recomiendan. La contemplación genuina es la lectura de la Biblia y el estudio de la verdadera sabiduría".


Esta última afirmación de Vitoria revela, si no estoy confundido, la influencia directa de santo Domingo. Domingo, como bien sabéis, nunca compuso para sus hermanos ninguna clase de devocionario, ni texto espiritual, ni testamento. Fue ante todo un predicador, no un escritor. Y aún después de tanto tiempo tenemos disponibles dentro de nuestra tradición un gran número de detalles referentes a su modo de oración y de contemplación. Una de las causas de esto reside el extraordinario temperamento de Santo Domingo. Poseyó una naturaleza tan exuberante que, lejos de ser suprimida por la vida de oración y de contemplación, parece haber sido maravillosamente despertada y desarrollada por ella. Era un hombre, como señaló en cierta ocasión el cardenal Villot "increíblemente libre". En particular, en la oración apenas podía controlarse. A menudo clamaba a Dios en voz alta y con gritos. En consecuencia, su oración privada era una especie de libro abierto para sus hermanos. Durante la noche, cuando se encontraba solo en la Iglesia, a menudo se escuchaba el eco de su voz por todo el convento.

Domingo reza con todo lo que es, cuerpo y alma. Reza en privado con intensidad y humilde devoción. Y, con la misma profundidad de fe y emoción, reza en publico la oración de la misa. Aunque la intensidad de la fe y de los sentimientos de Domingo puedan parecer infrecuentes, así como sus largas vigilias nocturnas, su oración parece no distinguirse de la de cualquier devoto cristiano, hombre o mujer. Su oración no es de ninguna manera esotérica. Es siempre sencilla y eclesial.

Desde mi punto de vista, uno de los grandes méritos de la tradición contemplativa dominicana es su resistencia obstinada al aura esotérica o al sofisticado encanto espiritual que tiende a rodear el asunto de la contemplación. Por ejemplo, un conocido predicador de la Provincia inglesa, el norirlandés Vicente McNabb, con su característico buen humor, gustaba siempre de bajar el asunto de la contemplación de las altas nubes del misticismo al simple terreno de la verdad del evangelio. A propósito de la cuestión de la oración tal y como se presenta en la parábola del fariseo y del publicano, escribe McNabb:

"El publicano no sabía que había sido justificado. Si le hubieras preguntado: '¿puedes orar?', él habría respondido: 'no, no puedo orar. Pensaba preguntarle al fariseo. Parece conocerlo todo. Sólo puedo decir que soy un pecador. Mi pasado es tan terrible que no puedo imaginarme a mí mismo orando. Soy más experto en el asunto del robo' ".

En los nueve modos de oración podemos vislumbrar al propio Santo Domingo repitiendo la oración del publicano mientras yacía postrado en el suelo ante Dios. "Su corazón", se nos dice, "estaba movido por el arrepentimiento y, avergonzado de sí mismo, diría, a veces con la suficiente fuerza como para ser escuchado, las palabras del evangelio 'Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador' ".


Encuentro, sin excepción, que lo que más admiro en la vida de oración de los predicadores dominicos es que hay siempre algo de esa indigencia común y de esa sencillez del evangelio. Durante su oración, estos predicadores no tienen miedo de hablar con Dios directamente, como si fuera un amigo. Pero siempre vuelven instintivamente a la oración sincera de petición del Evangelio. Por ejemplo, Santo Tomás nos dice:

"Vengo ante Ti como pecador, oh Dios, fuente de toda misericordia. Estoy manchado y te pido que me limpies. Oh sol de justicia, dale vista al hombre ciego… Oh rey de reyes, viste al que está abandonado…

(…) Omnipotente y eterno Dios, Tú ves que estoy acudiendo al sacramento de tu único Hijo nuestro Señor Jesucristo. Vengo a Él como el enfermo que acude al sanador que da vida, como el impuro que acude a la fuente de la misericordia…, como quien es pobre e indigente y acude al Señor de cielo y tierra".

Las palabras de esta oración son rezadas con una profunda pobreza de espíritu. Pero la oración se dice con absoluta confianza. Y ¿por qué? Porque las palabras de la oración son las palabras del Evangelio. Y porque Cristo, el sanador que da vida y es fuente de misericordia, está en su centro.


Fuente

No hay comentarios.:

Publicar un comentario