martes, 12 de noviembre de 2019

Nadie se hace santo solo

Ensayo presentado como trabajo final del curso para jóvenes de la Academía de Líderes Católicos del Uruguay, año 2019)




La vocación de los profetas en el Antiguo Testamento se encuentra marcada por el temor y la reverencia: reverencia, porque el profeta percibe el valor del tesoro que se le confía —la palabra divina— y temor, porque es consciente de lo pobre y limitado de los medios de los que dispone. El católico uruguayo no difiere mucho, en ese sentido, de los profetas de antaño: Dios y la Iglesia le confían el tesoro de la fe para que vaya y lo anuncie, y este, al mirarse a sí mismo y a su alrededor, se siente sobrecogido por la escasez de los recursos, el pequeño número de sus compañeros de viaje y la oposición a la que se enfrenta por varios frentes.

Al hablar de los desafíos y oportunidades de la Iglesia —y especialmente del laicado— en Uruguay, identificar, comprender cabalmente y jerarquizarlos a fin de seleccionar los más importantes, o los más urgentes, e incluso tener un panorama completo y realista de alguno de ellos es una tarea que excede en todo sentido las herramientas y el conocimiento del que dispone quien esto escribe. Es con esta conciencia que hemos redactado este texto y a partir de la cual pedimos la indulgencia del lector.

Me viene a la mente una escena de Lady Bird, en la que el director técnico del equipo de fútbol del colegio tiene que tomar el lugar del coordinador del grupo de teatro, y lo hace de la única manera que sabe: planificando la estrategia a seguir como si la obra fuese un partido. Cada cual, con más o menos conciencia, con mayor o menor intensidad, analiza la realidad y la enfrenta desde la perspectiva de sus propias experiencias, conocimientos y habilidades adquiridas. No es raro entonces que a un docente, y docente de Filosofía, le llame particularmente la atención, entre los tópicos de los que trata la exhortación apostólica del papa Francisco Gaudete et Exsultate1, el tratamiento de dos posturas o estados de espíritu respecto a qué significa ser cristiano en sentido operativo, qué significa llevar una vida cristiana; a las que denomina gnosticismo y pelagianismo.

Francisco caracteriza el gnosticismo actual con términos tales como “subjetivismo”, “inmanencia”, “mente sin encarnación”, “enciclopedia de abstracciones”, “superficialidad”, “ascepsis”, “orden omniabarcante”, “espiritualidad desencarnada”, “domesticación del misterio”... (36-42) Es, en fin, la imagen de la graciosa expresión inglesa “teólogo de butaca”: el deseo de conocer a Dios y las cosas divinas nace de un amor propio desordenado y por tanto encierra a la persona dentro de sí misma. Hijos de la modernidad que somos, la tentación de los sistemas de pensamiento capaces de explicarlo todo hasta el mínimo detalle, tan propios de esa época, es fuerte. 

Esta forma de gnosticismo es —a nuestro juicio y a diferencia de su contraparte en los primeros siglos del Cristianismo— más que una herejía, un vicio, el mismo que Santo Tomás de Aquino llama curiosidad (II-II, q. 167 a.1) —luego llamada vana curiosidad, para distinguirla de la curiosidad en sentido positivo— y que se identifica con aquello de lo que habla san Pablo al decir que “la ciencia hincha” (1 Co 8, 1). Este vicio cuando se arraiga impide la conversión y aleja por tanto de la santidad, precisamente porque pone al yo en el centro, en el lugar que corresponde a Dios. ¿Cómo ha de ser entonces nuestra relación con el conocimiento de las cosas de Dios, para evitar caer en el gnosticismo o vana curiosidad? Retomaremos esto cuando hablemos más adelante del contexto uruguayo, y planteemos una sugerencia de acción.

Si el gnosticismo es una forma sutil de idolatría de la razón, el pelagianismo lo es de la voluntad. Es la asunción de que las propias fuerzas alcanzan para hacerse santo, para convertir a otros, o en una forma menos extrema, de que Dios me debe todas las gracias, las que yo quiero, cuando yo las quiero, porque yo las quiero2. Se ve reflejado en aquel que dice “Si fueras fiel, ya serías santo” y en el que se frustra y desespera porque siente que no avanza en la vida espiritual al ritmo que desearía. Del mismo modo que el gnosticismo se nos esconde detrás del conocimiento de Dios, el pelagianismo se esconde tras el deseo de santidad, como un amor desordenado de la propia perfección.

Tratándose de vicios sutiles, ambos ameritan un examen de conciencia. A menudo, aunque no siempre, cuando tienen aún poco arraigo, se dan de frente contra una realidad que pone en evidencia su insuficiencia y engaño.

Es muy conocido el caso de C.S. Lewis, quien escribiera El Problema del Dolor, en el cual caracteriza el dolor como el megáfono con el que Dios despierta a la humanidad3, el martillo y el cincel con el que configura la imagen del hombre pleno. Sin duda él creía en aquello que afirmaba, y sin embargo, cuando llegó la hora del dolor para sí, en la muerte de su esposa Joy, pudo experimentar en carne propia la insuficiencia de sus palabras: “Búscale cuando tu necesidad es desesperada, cuando toda otra ayuda es vana, ¿Qué te encontrarás? Una puerta que se cierra de golpe en tu cara, el ruido de una tranca, dos trancas siendo pasadas del otro lado. Y luego el silencio. Lo mejor será que te vayas. Cuanto más esperes, más enfático será el silencio.”4

Benedicto XVI decía que ante el problema del mal en el mundo y del dolor, la respuesta de Dios es silencio: es el silencio de Cristo en la cruz, que asume en su propia carne nuestros dolores y angustias y se hace solidario con nosotros.5 Esa respuesta divina es misterio y se resiste a la sistematización, como pudo comprobar Lewis y ha dejado como testimonio en Una Pena en Observación.

Menos conocido pero no menos ilustrativo es el caso de san Rafael Arnáiz, llamado cariñosamente el hermano Rafael. Experimentando en su juventud un fuerte llamado de Dios a entrar en la Trapa, él dió su sí con entusiasmo. A los pocos meses, sin embargo, una diabetes aguda lo obligó a abandonar el monasterio. Esta enfermedad le acompañó por el resto de sus días, forzándolo a salir de la trapa varias veces. En sus escritos espirituales cuenta cómo, al mirar para atrás, comprendió que detrás de sus deseos de ser sacerdote y monje perfecto, se encontraba un amor propio desordenado, que lo distraía de su búsqueda de Dios; y que cuando al fin le rindió los deseos de su corazón y se entregó plenamente en manos de la Providencia, descubrió que “solo Dios llena el alma… y la llena toda.”6

Al descubrir la presencia de Dios y los demás en nuestra vida, encontramos la oportunidad de hacernos conscientes de nuestro encierro —o de nuestra tendencia al encierro— y de la necesidad que tenemos de entrar en relación con ellos a través de la oración y el dar y recibir obras de misericordia7.

Llegados a este punto, en que nos toca abordar el análisis de la realidad nuestra concreta, se nos presenta una dificultad: tanto este pelagianismo como este gnosticismo son actitudes fundamentalmente interiores, en las que el juicio exterior de un tercero corre riesgo de transformarse en juicio temerario. En todo caso lo que sí se puede hacer es analizar, por un lado, las condiciones concretas en las que se da el aprendizaje o estudio de los contenidos de la fe, y por otro, las de nuestra evangelización particular, en términos de los medios de los que disponemos y los resultados que esperamos obtener. 
En lo que se refiere a lo primero, si bien la catequesis se encuentra extendida en parroquias y colegios, con frecuencia nos encontramos en situaciones que requieren de nosotros un conocimiento que va un poquito más allá de los rudimentos: una catequesis sobre la Creación puede familiarizar a la persona con el texto del Génesis y la noción de que Dios es el creador de todas las cosas; pero no le da herramientas para, por ejemplo, sabiendo en qué sentido es verdad el relato del Génesis, distinguir entre el creacionismo de la Tierra joven y otras formas de creacionismo compatibles con los hallazgos de la ciencia contemporánea y la interpretación que la Iglesia hace del texto de la creación. Y esta es una situación a la que se enfrentará un chico de 15 años (o sus padres/padrinos/formadores) en una clase de Biología en el liceo.

Además, el protestantismo, especialmente el evangelicalismo, se encuentran en franco crecimiento en nuestro país, y nos encontramos con predicadores fervorosos en la radio, en la plaza, yendo puerta por puerta, también en nuestros lugares de trabajo. A esto se suma la curiosidad o desafío de amigos y compañeros de trabajo que quizá no creen en nada, pero que tampoco conocen nada acerca de Jesús. Se nos hace necesario, como nos indicaba san Pedro, “dar razón de nuestra esperanza”.(1 Pe 3,15)

Con esto no queremos sugerir ni remotamente que todo católico deba transformarse en un especialista en Filosofía, Teología, Sagradas Escrituras, Patrología… pero lo cierto es que ya no es algo de lo que se pueda decir “con que los curas y las monjas sepan de estas cosas alcanza y sobra.” Por otra parte, la extensión de la escolarización, la reducción de muchas jornadas laborales, y sobre todo el desarrollo de los medios digitales de comunicación y almacenamiento de contenido han bajado varias de las barreras que dificultaban el acceso de muchos a los medios de formación.

Por otro lado, cuando se trata de evangelizar, es decir, de cumplir nuestra misión cristiana, nos encontramos un poco en esa situación que señalaba al comienzo: quienes no se encuentran vinculados a algún movimiento eclesial particular, a menudo se sienten, por así decir, como “francotiradores”: tratan de llevar una vida cristiana, ser sal y luz de los ambientes en que están, hacen oración, reciben los sacramentos… pero se sienten solos, aislados. Por diversos motivos, no encuentran en sus parroquias el apoyo y el acompañamiento que sienten que necesitan. En unos casos serán unos horarios de trabajo o estudio que le harán imposible asistir a las actividades parroquiales, en otros, simplemente, el mismo aislamiento que se hace palpable en la sociedad uruguaya, se traslada a la parroquia, porque los cristianos, al fin y al cabo, seguimos siendo hijos de nuestro siglo y de la sociedad en que nacemos.

Nuestro católico francotirador siembra mucho, recoge poco, se cansa, se fatiga, y corre riesgo de desanimarse. Naturalmente, porque el catolicismo no es una fe individualista, por el contrario, no se puede entender al cristiano en el Nuevo Testamento sin la comunidad cristiana.

Llegado a este punto, el lector, de manera muy legítima, podrá decirme: “Todo muy lindo, pero… ¿Cómo hacemos para que el que estudie no se nos vuelva un teólogo de butaca y la comunidad de ex-francotiradores no se nos transforme en guetto?”

Mi respuesta es una propuesta, y una que a lo mejor decepcione al comienzo: el fomento de la formación de pequeños grupos o círculos de estudio y fraternidad.

El paciente lector me dirá que acabo de inventar la pólvora; que este tipo de comunidades, bajo diferentes nombres —cofradías, asociaciones, fraternidades laicales…— existen desde hace tiempo inmemorial; todo lo que puedo decir en mi defensa es que, en los momentos de crisis y dificultad, la vuelta a las raíces suele ser el modo efectivo de retomar el camino hacia adelante. En medio de la corrupción moral del clero y el surgimiento de herejías que intentaban corregir esta situación yéndose al otro extremo (principalmente albigenses y valdenses) en los siglos XII y XIII, aparecen las figuras y las órdenes que hoy recordamos como clave del reflorecimiento de la fe hacia fines del medioevo: san Francisco y santo Domingo, franciscanos y dominicos. ¿Y qué es lo que propone san Francisco? Vivir el Evangelio. ¿Qué es lo que propone santo Domingo? La vida apostólica: orar, estudiar, predicar.

Visto, “desapasionadamente”, por así decir, esto parece una perogrullada; y sin embargo, si se me permite el dicho “viejo como el Evangelio y como el Evangelio nuevo”.

Intentar digerirse el Catecismo de la Iglesia Católica, los documentos de un concilio, los escritos de los Padres, los tratadistas espirituales en soledad… podría razonablemente considerarse ocasión de desánimo o soberbia. Pero cuando se comparte con otros —mejor aún si hay algo de comer y beber de por medio— lo difícil se hace fácil y lo que yo no supe ver o entender, otro sí; y donde se descubre y reconoce la propia limitación y dependencia, se achica la soberbia. Cuando nos acostumbramos a dar y recibir, nos hacemos cada vez más conscientes de la presencia del otro, del prójimo, a quien podemos dar y de quien podemos recibir, y así en esta dinámica enriquecernos sin que ninguno se empobrezca. 

A veces ese estudio tomará un lugar secundario porque tenemos una situación que hemos vivido y queremos comentar, o pedir consejo, o simplemente hemos recibido de Dios una luz o una bendición que queremos compartir con los demás. 

No se trata, sin embargo, de transformar el grupo en, una vez más, un guetto, los únicos amigos que hacemos. Por el contrario, queremos que eso bueno que tenemos llegue a otros, como una onda expansiva: los discípulos son enviados por Jesús a predicar, de dos en dos (Mc 6, 7), y a su regreso, los invita a un lugar apartado a descansar (Mc. 6, 31); la mujer samaritana, luego de conversar con el Señor junto al pozo, va a contárselo a sus vecinos (Jn 4). Ambas cosas son complementarias, no contradictorias.

Nunca ha de faltar la oración, puesto que Dios está donde sea que dos o tres estén reunidos en su nombre (Mt. 18, 20). Oración de petición por los de cerca y los de lejos, los que sufren y los que se encomiendan a nuestra oración; acción de gracias por los bienes recibidos, alabanza…

Es también con esta sugerencia, de vida fraterna y oración, unida al discernimiento, que Francisco plantea casi al cierre de la Gaudete et Exsultate, refiriéndose precisamente a la santificación en el mundo:

"La comunidad que preserva los pequeños detalles del amor, donde los miembros se cuidan unos a otros y constituyen un espacio abierto y evangelizador, es lugar de la presencia del Resucitado que la va santificando según el proyecto del Padre. (...) En contra de la tendencia al individualismo consumista que termina aislándonos en la búsqueda del bienestar al margen de los demás, nuestro camino de santificación no puede dejar de identificarnos con aquel deseo de Jesús: «Que todos sean uno, como tú Padre en mí y yo en ti» (Jn 17,21)." (145-146)

Quizá esta nuestra propuesta no sea la más original, la más brillante, o la más aplicable a gran escala; pero tenemos la esperanza de que pueda rendir algún fruto. Después de todo, el árbol de mostaza de la parábola alguna vez fue la más pequeña de todas las semillas.
Bibliografía

ARNÁIZ BARÓN, Rafael (1966). Vida y escritos. Madrid: El Perpetuo Socorro.
BENEDICTO XVI (2007) Spe Salvi. Carta Encíclica sobre la Esperanza cristiana. En línea: http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20071130_spe-salvi.html (8/11/19)
FRANCISCO (2018), Gaudete et Exsultate. Exhortación Apostólica sobre el llamado a la santidad en el mundo actual. En línea: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_exhortations/documents/papa-francesco_esortazione-ap_20180319_gaudete-et-exsultate.html (8/11/19)
LEWIS, C.S. (2009) A Grief Observed. Londres: Harper-Collins.
_________ (2016), The Problem of Pain. Québec: Samizdat University Press.

 1. Salvo que se explicite en contrario, todas las referencias entre paréntesis son de FRANCISCO (2018), Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate.
2. Parafraseando el dicho de santa María Maravillas de Jesús, que le decía al Señor, en el otro extremo: “lo que Tú quieras, cuando Tú quieras, porque Tú lo quieras”.
3. “God whispers to us in our pleasures, speaks in our conscience, but shouts in our pains: it is His megaphone to rouse a deaf world.”  (LEWIS, C.S. The Problem of Pain, pp. 57-58)
4.  LEWIS, C.S. A Grief Observed, pp 5-6. Traducción nuestra.
5. “El hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza.” (BENEDICTO XVI, Spe Salvi, 39).
6. ARNÁIZ BARÓN, Rafael. Dios y mi Alma. “4 de Marzo de 1938 - Viernes”.
7. No es casualidad que la Gaudete et Exsultate presente las bienaventuranzas luego de hablar de los dos enemigos de la santidad desarrollados más arriba: se trata no solo de sus contrarios, sino de sus remedios, que se operacionalizan también en las obras de misericordia corporales y espirituales.